El pequeño
hombrecito permanece
inmóvil con los celestes ojos
tiburónicos clavados en el piso. El constante frotar de sus manos es el único gesto que delata su ansiedad por lo que se avecina. No
había dormido. Paso toda la noche repasando como
habia llegado hasta allí desde la Oficina.
Ah! la Oficina! Allí fue, por
única vez en su vida, alguien importante. Casi un Dios. Un dios gris, claro. Como sería Dios si fuera él. Cero imaginación, ciento por ciento eficacia. Ni un atraso, ni una falla. Un
relojito. No suizo, ¡que va!
Eso le molestaba
alla en el sur. Le daban ganas de gritar, de explicarles a esos gauchos que ni la
presicion es suiza ni la puntualidad inglesa. De haberlo visto trabajar habrían estado de acuerdo en que esos atributos son propios de ellos, de los alemanes. Pero no
podía. Había que pasar desapercibido.
Al principio se cuido, ahora cree que con el tiempo se relajo y que eso fue fatal. Bah! creía que el brazo de la justicia no sería tan largo. Y sin embargo lo alcanzó.
Y cuando lo atrapo, lo arranco de la suburbana tranquilidad de su casa y lo
subió al
avión y lo arrojo a esa celda inmunda donde ahora él,
Adolf Eichman, espera cumplir por ultima vez una orden y, por fin, morir.